Si ya es difícil ser un hombre en el cuerpo de una mujer, imaginaos mi situación, un gato en el cuerpo de un perro.
Todo empezó cuando un perro se acercó a olerme el trasero, supuestamente para conocerme; yo tenía pensado invitarle a algo primero. No fue un inicio muy bueno, pero por si eso hubiese sido poco, de repente le vi corriendo hacia un charco, y no con la intención de saltarlo. Podría haberle dado otra oportunidad a su ‘’forma de ser’’, pero me era imposible pensar en eso mientras miraba un rastro de babas que dejaba un San Bernardo.
Tal vez, tendría que haberme dado cuenta sólo con esto de que yo no era uno de ellos, pero lo que hizo que aceptase definitivamente mi condición fue enterarme de las supuestas siete vidas que tienen los gatos. De hecho, creo que ya gasté una al tener que soportar como aquel perro del charco se acercaba a mí dejando el sucio barro sobre mi pelo.
Yo era diferente y lo sabía. Me gustaba echarme la siesta en el balcón tomando el sol, lo que para ellos era un aburrimiento; y sentía una necesidad, a veces irremediable, de perseguir ratones. Lo único a lo que aún no me acostumbraba era a expulsar, día sí, día también, bolas de pelo. Si que me agradaba la idea de estar acicalándome todo el día pero tampoco encontraba la gracia de tragarme el pelo, así que decidí seguir duchándome como normalmente lo hacía.
No soy igual que los demás perros, ni pretendo serlo. Es más, no se si soy perro o si soy gato. Lo único que sé es que, sea lo que sea, quiero estar con alguien al que no le importe mi aspecto ni mi forma de ser; yo me adapto a cualquier tipo de humano. Eso sí, la comida de perro me sigue encantando.
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