Niki fue recogida cuando no era más que una cachorra por una familia de ardillas que la criaron en las profundidades de un pinar.
Siempre fue feliz. Gracias a ellas, desarrolló la capacidad para subir a los árboles y desplazarse de uno a otro en sigilo y a gran velocidad. Comía piñas todas las mañanas y las dejaba bien limpitas para que los perros, esos animales de cuatro patas tan graciosos que correteaban por el suelo olisqueándose sus traseros, jugaran con ellas.
Iba a la escuela de ardillas con sus hermanos, Holly y Harrison, y por la tarde competían para ver quién llegaba a la rama más alta; siempre ganaba Niki.
Según se fueron haciendo mayores, sus hermanos empezaron a ser conscientes de las diferencias físicas con Niki. Pero nuestra protagonista no parecía notarlo. Seguía con sus costumbres e ignoraba a las demás ardillas cuando se metían con ella por ser diferente.
Un día, cuando Niki volvía andando a su árbol, se topó con uno de esos perros que siempre le habían llamado la atención y lo invitó a conocer a su familia. El perro le dijo que aquellas ardillas tan menudas y frágiles no podían ser su familia, que ella debía pertenecer a una perruna, con sus orejitas puntiagudas y un poco más peludos.
Durante el resto del día Niki pensó mucho en lo que ese perro le había dicho. Sí, era verdad, las ardillas eran mucho más pequeñas, puede que tuvieran menos dientes, o incluso que no fueran de la misma raza. Pero a pesar de todo, eran fieras, y al fin y al cabo, ¿quién era ese perro para juzgar una familia?, ¿qué rasgos tenía que tener una para ser considerada como tal?, ¿y por qué aquella no podía ser la suya?
Después de un largo paseo reflexivo, Niki regresó al pinar, decidida a plantarle cara a todo aquel que se atreviera a juzgar a su familia, o a ella. Pero cuando subió a su árbol, nadie la esperaba allí.
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