Como cada domingo, el señor Sánchez entró a la barbería de la esquina, donde antes estaba la tienda de ropa para hombre de su abuelo, un local no más grande que un salón, decorado con fotos y posters de los años 40 y que siempre olía al tónico que usaba Don Méndez en todos sus clientes. Ah, Don Méndez. Qué sería del barrio sin aquel señor menudo, con una paradójica barba poblada y siempre acompañado de su fiel amiga Bella, una perrita negra abandonada hacía ya unos años y que Don Méndez rescató una noche de invierno, pues no podía evitar amar cualquier cosa que tuviera cuerpo y corazón. Desde entonces, más que una barbería, aquello parecía un zoo: periquitos, palomas que en la plaza vagaban aturdidas, gatos con patas rotas… Don Méndez era buen barbero, mejor persona. Conocía más a los vecinos que el párroco ante el cual todos se confesaban, y Tijeras, apodo que cariñosamente le había dado el barrio a Bella, había visto llantos, risas, amores y desamores en la silla roja donde se sentaban los clientes. El animal ya era parte del edificio y todos le querían tanto como a Don Méndez. Si no se veía a la pequeña Tijeras moviendo la cola de un lado a otro cada día a las cinco de la tarde en la puerta de la panadería, que estaba a dos calles más allá de la barbería, era mejor preocuparse porque algo no iba bien. Con dos enormes trozos de pan duro, trotaba de nuevo hacia la barbería, y cualquiera que pasaba por ahí, fuera a entrar o no, le abría la puerta para que se sentase a los pies del cliente. Los del señor Sánchez eran especialmente cómodos, siempre embutidos en caros zapatos italianos que no le importaba prestar a un perro como asiento siempre que fuese Tijeras.
-¿Otra vez por aquí, Sánchez? ¿Aún no has decidido cambiar de barbería? – Preguntó Don Méndez, con una sonrisa.
– Nunca, amigo mío. No creo que pueda encontrar a nadie mejor que vosotros – Respondió Sánchez, mientras acariciaba a una adormilada Tijeras.
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