Siempre me ha gustado echarme en las patitas de mi abuelo mientras me contaba sus viejas historias. Historias que, aunque sabía que no eran ciertas, escuchaba con suma atención.

Una de mis favoritas era la de la conquista de Granada. No, mi abuelo no era escritor, sino un valiente caballero del siglo XV; o al menos, eso decía él. En esta historia me contó cómo salvó a la mismísima Isabel la Católica en una de las batallas por conseguir lo que más deseaba, la unidad ibérica.

Mi abuelo tuvo el placer de acompañar a la reina a uno de los asedios en el que ella misma quiso estar presente. Una noche, mientras mi abuelo se levantaba para hacer sus necesidades, le picó la curiosidad -a parte de un mosquito- y se metió en una de las tiendas donde los Reyes Católicos escondían sus planes y estrategias para llevar a cabo la conquista. Sin darse cuenta, una de sus sucias patas había manchado uno de los pergaminos que hojeaba. Mi abuelo no era un perro de ideas brillantes y en vez de pensar en limpiarlo, decidió buscar un lugar donde esconderlo.

Salió de la tienda y se alejó lo más posible; lo necesario como para que nadie fuese capaz de encontrar el pergamino. Cuando decidió darse la vuelta, volver al refugio y hacer como si nada hubiese pasado, escuchó algo. Poco a poco el sonido era más notable, lo suficiente para darse cuenta de que procedía de voces enemigas. Mi abuelo corrió y avisó a las tropas, quienes consiguieron que el posible percance no fuera más que un pequeño susto. Afortunadamente, la reina Isabel no se enteró de nada. Podemos decir que esta vez la curiosidad no mató al gato, sino que salvó al perro.

No sé si mi abuelo era un gran guerrero o es que tenía demasiada imaginación, pero he de decir que yo he heredado ese espíritu aventurero. ¿Quién sabe? A lo mejor algún día me da por buscar ese pergamino que escondió y que aún no han encontrado.

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