Yo le miro. Él me devuelve la mirada. Parece que todo a nuestro alrededor ha desaparecido, ya ni oímos el canto de los pájaros ni nos damos cuenta de cuánta gente pasa a nuestro lado. ¿Cuánto tiempo llevamos así? ¿Minutos? ¿Horas? El tiempo parece no existir. Solo están nuestras pupilas, unas centradas en las otras. Ahora ya no somos amigos, ni compañeros ni siquiera conocidos. El juego ha empezado y solo va a haber un ganador.

Intento contar cuántas veces hemos hecho esto y de ellas, cuántas he salido humillado. Demasiadas… Pero hoy es el día. Conozco sus puntos débiles y sé que hoy es mi momento. Miro hacia la mesa, hacia él, hacia la mesa de nuevo. Actúa muy bien, parece incluso que lo tiene todo controlado pero casi puedo ver el humo saliendo por sus enormes orejas mientras intenta decidir cuál va a ser su próximo paso.

Aparentemente sin preocupaciones, mira su reloj de muñeca, toma un sorbo de su café y se suena la nariz con el pañuelo que le regalé hace tres años por su cumpleaños. “No hace falta que pienses mucho más”, le digo con una media sonrisa, “sabes que esta batalla la has perdido”. Pero no reacciona. Siempre ha sido así, sabe mantener las formas, incluso aquella vez que tuvimos una pelea con otra pareja de amigos en aquel parque de Londres por esa estúpida pelota de goma. Fui yo el que terminó gruñendo. En realidad, no somos tan distintos. Nos encantan las pelis de los 80, la música Jazz y los restos de pizza para desayunar. No puedo evitar quererle, de una manera u otra, solo nos tenemos el uno al otro. Y mi vida sin él no sería… Atento. Se ha aclarado la garganta y esto ha evitado que me ponga meloso, no es el momento, debo estar concentrado. Va a actuar.

Por fin, él mueve su pieza. Jaque mate. Demonios, este maldito perro me ha vuelto a ganar. Me levanto indignado de la silla, cojo la correa y comienzo a andar. El próximo ajedrez lo ganaré yo.

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