Siempre me ha gustado correr, esa sensación de adrenalina con el viento chocando contra tu cara mientras lo hueles todo, lo ves todo, lo escuchas todo, lo recorres todo.

Con mis primeros dueños descubrí este hobby. Siempre me llevaban con ellos cuando salían a hacer jogging y, desde entonces, me encanta correr a todas partes. Con su primer hijo descubrí mi amor por correr en compañía, podíamos jugar al pilla-pilla durante horas y horas. Y con su segundo hijo aprendí que los perros daban alergia.

Fue muy duro para mí no poder jugar con el nuevo de la familia, pero fue más duro aún cuando me marché. No sé si fue la decisión acertada, pero no me arrepiento. El pobre Marquitos estornudaba sin parar cada vez que me acercaba. Escuchaba a mis dueños hablar sobre a dónde podrían llevarme y pasé de estar suelto por la casa a no poder separarme de la cadena que me unía a mi caseta.

Un día vi la oportunidad de huir cuando me desataron para darme un baño. Entonces corrí. Corrí como cuando Carlos intentaba pillarme en el pilla-pilla. Corrí como si hubiese un frisbee intentando escapar de mí. Corrí sin parar. Pensé que era libre. Entonces, otro pensamiento se deslizó veloz por mi cabeza: no estaba disfrutando, era la primera vez que corría y la felicidad no invadía mi cuerpo, mis patas dolían, no me sentía ligero como si estuviese volando, era una sensación distinta. Estar solo no era como lo imaginaba, nunca lo había estado y no quería empezar a estarlo. Y así comenzó mi búsqueda.

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