Hace mucho tiempo, en las lejanas tierras del Oriente, se oían leyendas, historias sobre un vendedor errante. Se decía que tenía el inusual poder de burlar a la muerte, no solo la suya, sino también la de aquellos que ya la habían conocido. Algunos decían que sólo conseguía hacer sus embrujos las noches de luna llena, otros que había que pagarle cuatro monedas de oro como precio por su magia. Sin embargo, solo había una cosa segura: debías tener un corazón noble para que él pudiera devolverte al mundo de los vivos.

En uno de sus innumerables viajes por las ciudades del desierto, se dice que se encontró con un horripilante escenario: casas quemadas, comercios saqueados, y miles de cadáveres. Nunca se supo muy bien qué pasó en aquel lugar antes de su llegada, pero, después de todo, era su tarea seguir los pasos de la muerte y enmendar sus errores. Buscó entre los muertos algún superviviente. Por fin escuchó unos llantos y gritos a lo lejos, y, corriendo, se acercó a un grupo de ciudadanos. “Por favor, recupere a mi marido”, “Por favor, haga algo, he perdido a mi hija”, le suplicaron entre sollozos. A su alrededor había cinco cadáveres: tres hombres con pelo blanco como la leche, una mujer joven y hermosa y un pequeño perrito que parecía estar durmiendo plácidamente. Sólo uno podía ser salvado, y estaba en las manos del comerciante elegir una vida.

Quizá consiguiera cuatro monedas de oro, o quizá aquella noche la luna llena brillaba en el cielo. De cualquier modo, aquel vendedor errante salió la ciudad dejando atrás casas quemadas, comercios saqueados, y miles de cadáveres, excepto por el de aquella perrita, que salió trotando junto a él, más viva que nunca, pues solo aquellos de noble corazón podían burlar a la muerte.

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